Respiré profundamente, cerré los ojos, y con un gesto rápido de los dedos abri la pequeña cajita de madera.
Frente a mí, dos pastillas blancas, planas y anchas, igual que las que había visto en el vídeo. Levanté la vista e interrogué al monje con la mirada. ¿Eran necesarias dos pastillas? ¿Era una dosis adicional por si la primera no funcionaba? ¿Una pastilla extra para que se la hiciese llegar a algún ser querido infectado?
—Una de las pastillas es la de la Cura. Si la tomas, de acuerdo con nuestros estudios y las experiencias pasadas, en un mes estarás libre de la Enfermedad.
Hizo una pausa, sabiendo que no era esa la información que yo estaba buscando.
—La otra pastilla, en cambio, contiene un veneno potente y mortal. Si la tomas, en menos de una hora estarás muerto.
Volví a bajar la mirada hacia la cajita y hacia las dos pastillas. Me dominó un calor que no venía de ninguna chimenea ni ninguna hoguera, lo sentí subirme por el cuello, por la cara, instalarse detrás de mis ojos. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Es inútil que intentes encontrar diferencias entre las pastillas —continuó, aunque yo no había hecho ningún gesto en ese sentido—. Su aspecto exterior es idéntico, incluso su sabor es idéntico, aunque eso dé igual en realidad porque no sabrías distinguir la cura por su sabor.
Cerré la tapa de la cajita y miré los dibujos de los dos lagartos, que ahora ganaban un nuevo significado. Se me pasó por la cabeza que quizás la posición de las pastillas indicase cuál era cuál: la Cura debajo del lagarto vivo, el veneno debajo del lagarto muerto. El monje debió adivinar mis pensamientos, o quizás su discurso venía ya preparado y memorizado de antemano.
—La posición de las pastillas es arbitraria, podrías agitar la caja y eso no cambiaría nada. Antes de que me lo preguntes, yo tampoco sé cuál es cuál. Un monje recoge las pastillas en el laboratorio y las mete en la caja, otro monje trae la caja hasta aquí, un tercer monje, yo, te la entrega sin haber intervenido en ninguno de los dos procesos anteriores. Aunque el primer monje hubiera querido ayudarte dejando una marca en una de las pastillas, yo lo ignoraría, e ignoraría el significado de esa marca.
Volví a abrir la caja para ver las pastillas, que en medio de la oscuridad parecían brillar como los ojos de un animal. Entendía todo lo que el monje decía, y sin embargo seguía escapándoseme lo esencial.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué no…? ¿Por qué?
El monje pareció suspirar, como si se estuviese cansando de su papel o tuviese que repetir algo obvio.
—No debes olvidar —dijo— que la parte superior de este edificio es un laboratorio, pero en sus cimientos sigue siendo un templo. Los dioses son caprichosos y crueles, los dioses siempre ofrecen la oportunidad de salvarse y la oportunidad de perderse. Y en el fondo, los dioses son tramposos, son croupiers en un casino donde siempre gana la banca. ¿Tú crees que en el Paraíso solo había una manzana del pecado? Si Adán hubiese rechazado esa manzana que le ofrecía Eva, habría encontrado otra poco después, más roja, más grande, más jugosa. Dios no iba a dejar que la Humanidad escapase sin perderse. Los dioses exigen que elijamos, y que eligiendo nos salvemos o nos
—Pero… pero aquí no se trata de salvarse sino de curarse. Y no se trata de elegir entre el bien y el mal sino entre dos pastillas idénticas. Esto no tiene nada que ver con Dios ni con el Paraíso sino con…
No supe cómo continuar la frase. Se me atragantaban las palabras, la rabia, la saliva.
—Es que no es esa la elección de la que estoy hablando. La elección… es la que yo también tuve que hacer cuando estaba en tu lugar.