El templo (4): Dios es un croupier

Respiré profundamente, cerré los ojos, y con un gesto rápido de los dedos abri la pequeña cajita de madera.

Frente a mí, dos pastillas blancas, planas y anchas, igual que las que había visto en el vídeo. Levanté la vista e interrogué al monje con la mirada. ¿Eran necesarias dos pastillas? ¿Era una dosis adicional por si la primera no funcionaba? ¿Una pastilla extra para que se la hiciese llegar a algún ser querido infectado?

Una de las pastillas es la de la Cura. Si la tomas, de acuerdo con nuestros estudios y las experiencias pasadas, en un mes estarás libre de la Enfermedad.

Hizo una pausa, sabiendo que no era esa la información que yo estaba buscando.

La otra pastilla, en cambio, contiene un veneno potente y mortal. Si la tomas, en menos de una hora estarás muerto.

Volví a bajar la mirada hacia la cajita y hacia las dos pastillas. Me dominó un calor que no venía de ninguna chimenea ni ninguna hoguera, lo sentí subirme por el cuello, por la cara, instalarse detrás de mis ojos. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Por qué?

Es inútil que intentes encontrar diferencias entre las pastillas continuó, aunque yo no había hecho ningún gesto en ese sentido. Su aspecto exterior es idéntico, incluso su sabor es idéntico, aunque eso dé igual en realidad porque no sabrías distinguir la cura por su sabor.

Cerré la tapa de la cajita y miré los dibujos de los dos lagartos, que ahora ganaban un nuevo significado. Se me pasó por la cabeza que quizás la posición de las pastillas indicase cuál era cuál: la Cura debajo del lagarto vivo, el veneno debajo del lagarto muerto. El monje debió adivinar mis pensamientos, o quizás su discurso venía ya preparado y memorizado de antemano.

La posición de las pastillas es arbitraria, podrías agitar la caja y eso no cambiaría nada. Antes de que me lo preguntes, yo tampoco sé cuál es cuál. Un monje recoge las pastillas en el laboratorio y las mete en la caja, otro monje trae la caja hasta aquí, un tercer monje, yo, te la entrega sin haber intervenido en ninguno de los dos procesos anteriores. Aunque el primer monje hubiera querido ayudarte dejando una marca en una de las pastillas, yo lo ignoraría, e ignoraría el significado de esa marca.

Volví a abrir la caja para ver las pastillas, que en medio de la oscuridad parecían brillar como los ojos de un animal. Entendía todo lo que el monje decía, y sin embargo seguía escapándoseme lo esencial.

Pero… ¿por qué? ¿Por qué no…? ¿Por qué?

El monje pareció suspirar, como si se estuviese cansando de su papel o tuviese que repetir algo obvio.

No debes olvidar dijo que la parte superior de este edificio es un laboratorio, pero en sus cimientos sigue siendo un templo. Los dioses son caprichosos y crueles, los dioses siempre ofrecen la oportunidad de salvarse y la oportunidad de perderse. Y en el fondo, los dioses son tramposos, son croupiers en un casino donde siempre gana la banca. ¿Tú crees que en el Paraíso solo había una manzana del pecado? Si Adán hubiese rechazado esa manzana que le ofrecía Eva, habría encontrado otra poco después, más roja, más grande, más jugosa. Dios no iba a dejar que la Humanidad escapase sin perderse. Los dioses exigen que elijamos, y que eligiendo nos salvemos o nos

Pero… pero aquí no se trata de salvarse sino de curarse. Y no se trata de elegir entre el bien y el mal sino entre dos pastillas idénticas. Esto no tiene nada que ver con Dios ni con el Paraíso sino con…

No supe cómo continuar la frase. Se me atragantaban las palabras, la rabia, la saliva.

Es que no es esa la elección de la que estoy hablando. La elección… es la que yo también tuve que hacer cuando estaba en tu lugar.

El templo (3): La caja / La cura

Lo que has venido a buscar está aquí dentro.

Empujó suavemente hacia mí la cajita, que se movió sobre la superficie de la mesa como si flotase, como si no fuese un objeto sino una idea. Viéndola más de cerca, pude observar mejor los adornos, que no eran simples adornos florales como en un principio me habían parecido. En uno de los lados se dibujaba lo que parecía una especie de lagarto de tripa redonda, con las patas estiradas y la cola doblada en forma de ese; en el otro lado, el esqueleto de otro lagarto, de forma y posición idénticas.

Pensé que se trataría de un símbolo del tiempo cíclico, de la duplicidad de todo lo humano y lo divino, pero lo cierto es que ambos lagartos no se tocaban, no se unían por las cabezas ni las colas, miraban en direcciones opuestas y estaban separados por una gruesa franja de madera clara, por lo que quizás la interpretación debería ser precisamente la contraria: la de que vida y muerte, luz y oscuridad, placer y dolor, son realidades diferentes e imposibles de captar conjuntamente, que deben ser apreciadas y comprendidas en toda su pureza.

Alargué la mano para coger la caja. Tal como me había parecido, era infinitamente ligera, como hecha de aire. Me preparé para abrir la tapa, pero me detuve cuando ya había comenzado a abrirse una pequeña rendija de oscuridad.

El viento parecía arañar las paredes del templo, expulsado por el calor de alguna chimenea invisible. Levanté la vista y me encontré con la del monje, que seguía mirándome con esa expresión que no transmitía curiosidad ni sorpresa, ni ninguna otra emoción humana.

¿De verdad tenéis la Cura? ¿Y funciona? ¿Lo habéis probado? ¿Tú lo has visto?

Como si estuviera esperando exactamente esa pregunta, sacó de una de sus mangas un teléfono móvil, lo puso sobre la mesa y con solo dos toques rápidos comenzó a proyectar un vídeo.

En él se veía a una mujer de mediana edad, pelo largo y mirada angustiada, vestida con ropas negras de deporte. En sus manos, las líneas rojizas de la Enfermedad, todavía no abiertas en llagas pero sí hinchadas y claramente visibles. Debía estar en una fase semejante a la mía, quizás unas pocas semanas más avanzada. Al comienzo del vídeo sostenía una tablilla con una fecha: menos de un año antes; después dejó la tablilla y cogió una pastilla blanca y ancha y un vaso de agua que le ofreció alguien desde fuera del plano. Se metió la pastilla en la boca, la tragó con algún esfuerzo, dejó el vaso y miró a la cámara. Y empezó a llorar, tapándose la cara con las manos gangrenosas y temblando como un niño asustado.

El vídeo se cortó y pasó a mostrar a la misma mujer, sentada en una butaca, relajada, con aspecto somnoliento, con una sonrisa blanda en la boca. Una tablilla apoyada sobre el respaldo de la butaca mostraba que había pasado una semana desde el anterior vídeo. En sus manos, las líneas parecían no haber evolucionado, ni para peor ni para mejor, lo que ya era positivo tratándose de la Enfermedad.

Otro salto, otra imagen de la mujer, otra tablilla, otra semana: la mujer tumbada en una cama, dormida, sobre su piel, unas escamaciones blanquecinas que yo sabía que no formaban parte del desarrollo normal de la Enfermedad.

Otro salto: la mujer dormida, sin cambios. Justo antes de que el vídeo saltase de nuevo, lo que parecía un espasmo nervioso.

Otro salto. La mujer comiendo en una mesa blanca como de picnic, con una sonrisa algo más amplia que la del inicio del vídeo. Sus manos, vendadas.

Un salto más, otra tablilla, otra semana: la mujer quitándose las vendas, de nuevo temblando, de nuevo llorosa. Un zoom de la cámara sobre sus manos, ya sin llagas, sin escamas, tersas y tensas, rejuvenecidas. Después de un nuevo plano sobre la cara de la mujer, brillante de lágrimas y de felicidad, el vídeo terminó con un lento fundido en negro.

El monje volvió a tocar en la pantalla del móvil y volvió a guardarlo en la manga de su hábito.

También tenemos Netflix dijo con una media sonrisa, el gesto más humano que le había visto desde que entré en el templo.

Mis dedos seguían sobre la tapa de la caja. Por supuesto, aquel vídeo podía ser falso, podían ser actores, podía ser un montaje. Pero también podía ser real, y eso significaba que la Cura existía, y que estaba aquí, delante de mí, dentro de esta cajita adornada con un lagarto gordo y un lagarto esquelético.

Yo soy más de HBO le contesté al monje, también con una media sonrisa.

Respiré profundamente, cerré los ojos, y con un gesto rápido de los dedos abri la pequeña cajita de madera.

El templo (2): el monje

Siéntate dijo, señalando una alfombrilla en el suelo—, debes de estar cansado del viaje.

Tenía razón: estaba exhausto. Me quité la mochila de la espalda y me senté frente a él con las piernas cruzadas. Hacía calor en aquella habitación, una especie de recibidor en el que sin embargo no conseguía adivinar más puertas además de aquella por la que había entrado. Dado que estábamos en los pisos inferiores del templo, todo el revestimiento era de madera oscura, aunque tal vez soportada por alguna estructura de algún otro material.

No te preguntaré a qué has venido continuó, porque todos los extranjeros que vienen hasta aquí vienen buscando lo mismo.

No conseguí adivinar si en sus palabras había un reproche o un lamento, o si era una simple constatación. Sí noté, en cambio, algo que hasta entonces el cansancio no me había permitido notar: que el monje me hablaba en mi propia lengua, con un acento áspero, como del Este, pero con claridad y corrección.

Yo también vine a este templo hace no demasiado tiempo, buscando lo mismo dijo, y levantó una mano llena de ampollas durante unos segundos, antes de volver a esconderla entre las mangas del traje.

¿Cuánto te queda? le pregunté.

El monje se encogió de hombros antes de responder.

Me queda lo que me tenga que quedar. No mucho, imagino. En todo caso, no tengo miedo de morir, sino de contagiar a otros. Tú en cambio todavía tienes más tiempo.

No supe qué contestar, y no me atreví a preguntarle cómo se había contagiado. Se hizo entre los dos un silencio largo pero no incómodo: su expresión era tranquila, como de quien está habituado a pasar mucho tiempo sin decir nada.

Aproveché para estudiarlo más detenidamente, en la medida que me lo permitían sus ropas y la oscuridad. Parecía relativamente joven, aunque a los dos lados de la boca se le marcaban profundamente las arrugas. Una de esas arrugas, en la mejilla derecha, era tan profunda que parecía una cicatriz, y tal vez lo fuese. El pelo caía hacia atrás, despeinado, y en una de sus orejas me pareció ver un pendiente de aro, aunque no conseguía distinguirlo claramente.

Sentado era difícil calcular su altura, pero el volumen del hábito sugería que era un hombre corpulento.

Sus ojos pequeños y oscuros seguían los míos con los párpados ligeramente cerrados, un signo de relajación que contrastaba con la aparente tensión de la mandíbula cerrada.

Antes de venir aquí trabajaba en el puerto como estibador dijo, como si respondiera a una pregunta mía. ¿Te sorprende? ¿No soy el tipo de monje que esperabas?

No esperaba nada, la verdad le contesté, mintiendo por lo menos en parte. Casi nadie sabe nada sobre este templo, ni sobre sus habitantes, salvo que dicen tener la Cura para la Enfermedad…

No hizo más comentarios ni añadió más detalles a su historia. Sus ojos siguieron fijos en los míos, no como quien interroga sino como quien quiere reconfortar. Después, los bajó lentamente hacia la mesa, hacia la pequeña cajita de madera clara con adornos en un color más oscuro.

Lo que has venido a buscar está aquí dentro.

El templo (1)

El templo se elevaba sobre la colina cubierta de nieve, en una arquitectura improbable y de apariencia frágil. Combinaba los materiales tradicionales que uno espera en un edificio de este tipo, como la madera pintada de colores cálidos o los grandes bloques de piedra, con el metal, el hormigón y el vidrio en los pisos más elevados, dando la impresión de sucesivas ampliaciones o actualizaciones precipitadas. En lo alto, rompiendo la forma casi rectangular de todo el conjunto, sobresalía una gigantestaca antena parabólica.

No me había costado mucho encontrar el templo, aislado pero no secreto. Nada más pronunciar su nombre se levantaban las manos de los lugareños, con el índice extendido señalándome el camino. No me prestaban mucha atención: debían ser habituales los peregrinos, sobre todo desde la aparición de la Enfermedad, y del rumor de que en el templo tenían la Cura.

Mi viaje había comenzado de hecho mucho antes, en otro continente, en otro tiempo, en el momento en el que empezaron a aparecerme las primeras manchas en la piel y supe que había contraído la Enfermedad. No tenía dudas en cuanto al resultado: me quedaban entre seis meses y un año de vida; tampoco tenía dudas sobre cómo me había infectado: mi madre había muerto de la Enfermedad apenas una semana antes…

La Enfermedad no tenía cura, decían. Pero podía evitarse fácilmente: bastaba con aislar completamente a cualquier persona que mostrase las primeras señales, las primeras llagas. Solo en la fase final, cuando las llagas comenzaban a supurar, eran contagiosos los enfermos, por lo que hasta ese momento tenían tiempo de prepararse, despedirse, encerrarse, descansar, morir en paz. Solo un loco se acercaría a alguien agonizante por la Enfermedad, con la piel abierta en mil bocas infecciosas.

Mi madre me llamó, yo acudí, apreté sus manos en las mías hasta el final. Ella murió, yo quedé infectado.

Las enormes puertas del templo se abrieron con más facilidad de la que cabría esperar por su tamaño. Cuando los ojos cegados por la blancura luminosa de la nieve se acostumbraron a la oscuridad del interior, encontré frente a mí a un monje, vestido con una túnica parda y gastada, frente a una larga mesa de madera oscura. Y sobre ella, una cajita, también de madera aunque de un tono más claro.

Siéntate dijo, señalando una alfombrilla en el suelo—, debes de estar cansado del viaje.

Imposibles impensables redux (bonus): Un fetiche

Siendo niño, el quicio de una puerta que se cierra de golpe le arranca de cuajo la falange del dedo índice de la mano derecha. Intenta reimplantársela, pero no lo consiguen. Se acostumbra a vivir sin ella, a pesar de las burlas de los niños, y ni siquiera siente el dolor fantasma de los amputados.

Años más tarde, cuando ya es un hombre adulto y sexualmente activo, descubre que le gusta meter ese dedo, o esa parte del dedo que le falta, en el culo de las chicas con las que se acuesta. Y lo que es más sorprendente: descubre que a ellas también les gusta. Es ponerles el dedo fantasma en el culo, y verlas gemir y retorcerse y gritar de orgasmo en orgasmo.

La primera vez piensa que la chica está fingiendo; cuando pasa con varias chicas distintas, se convence de que ahí hay algo, porque además, ¿cómo iban las chicas a saber en qué momento exacto estaba él metiéndoles el no-dedo por el culo?

A partir de ese momento, se dedica a navegar por foros y blogs en busca de mujeres amputadas, porque él también quiere gemir y retorcerse y gritar de orgasmo en orgasmo. Amputadas las encuentra, y a todas les mete el no-dedo por el culo y todo bien y tal. Pero su contraparte, su mujer con un dedo mágico, no aparece.

Un día decide meterse su propio no-dedo por el culo, algo que hasta ahora no ha hecho por miedo a las consecuencias. Lo hace: no pasa nada. Suspira decepcionado, pero también con alivio, porque si llega a funcionar…

Imposibles impensables redux (150): Instrucciones para destruir el mundo

1.- Consigue una cabra. Siempre tiene que haber una cabra.

2.- Intenta no morirte hasta llegar al punto 10; esto es fundamental, porque si te mueres no podrás destruir el mundo.

3.- Cambia el valor de π, de 3,141592 a 2,99, y di que tiene descuento. Verás qué risas.

4.- Coge un machete. Afílalo. Sigue afilándolo. Cuando esté lo bastante afliado, ya sabes lo que tienes que hacer. LO SABES.

5.- Dales la vuelta a todos los calcetines, y cuando estén dados la vuelta dales la vuelta otra vez. Lo que pasará entonces te sorprenderá.

6.- No le digas nunca a nadie que le quieres. Nunca. A nadie. (Bueno, a la cabra sí puedes decírselo)

7.- Abre la puerta a las fuerzas que operan en el otro lado; déjalas entrar. ¿Dónde está la puerta? Por todas partes. La puerta está por todas partes.

8.- Bate las claras a punto de nieve. Ah, no, perdón, eso era de otra lista.

9.- Dale de comer a la cabra, anda, que te está destrozando los geranios.

10.- Espera unos cuantos billones de años, hasta que el sol se convierta en un gigante rojo. Y ya está, habrás destruído el mundo. Mua. Ja. Ja.

Imposibles impensables redux (149): La princesa nigeriana

Sentada frente a su ordenador, la princesa nigeriana escribe email tras email, hasta que se le rompen las uñas y se le duermen los dedos. «Bendito en Cristo te saludo». Tiene estos millones de dólares retenidos en una cuenta por su malvado tío, el rey, necesita sacarlos del país, necesita salir del país, ¿por qué nadie la ayuda? Escribe y escribe hasta que se le agarrotan las muñecas. «Mi marido un buen hombre murio el año pasado». Enviar. Enviar. Enviar. Y no recibe respuesta. ¿Cómo es posible que no reciba respuesta? En la torre de su palacio, con ADSL de alta velocidad y fibra óptica, llora cada noche. ¿Es porque soy negra?, piensa. Sí, seguro que es porque soy negra. Si fuera blanca y me llamase Sarah Smith aceptarían mis millones sin dudarlo, me aceptarían a mí, mi cuerpo, mi espíritu, mi linaje. Pero soy negra. «Si el señor me enviase sus datos personales yo podría». Su tío, el rey, lee cada mensaje que sale del correo de la princesa; se ríe. A la princesa se le curva la espalda sobre el teclado; está ya deformada por la espera. ¿Cuántos millones de mensajes? ¿Le queda todavía alguna esperanza? Pero escribe, escribe, escribe, no tiene otra cosa que hacer en la vida. «El amor de Cristo te ayude y te aconseje». Enviar.

Imposibles impensables redux (148): París nã há mais

En torno al año 2100 París se volvió definitivamente inhabitable: los precios de las casas habían subido tanto que el alquiler de un mes costaba el sueldo medio de seis; la avalancha de turistas hacía impracticable los transportes, y la contaminación provocada por el tráfico había sumergido la ciudad entera en una nube de polvo y ceniza impenetrable: desde el quinto piso de la torre Eiffel no se conseguía ver el segundo piso de la torre Eiffel.

Así que el gobierno de París, en un movimiento que contrariaba siglos de centralismo, decidió trasladar los servicios públicos y las oficinas gubernamentales a ciudades como Lyon, Burdeos, Marsella, Nantes, Niza… El hecho de que el 99% de los trámites oficiales se hiciese online desde varias décadas antes también ayudó…

La población de París (o sea, los que no vivían en suburbios a dos o tres horas de distancia), abandonó definitivamente París. Quedaron algunos barrios conflictivos de los que la gente no quería salir (y que fueron combenientemente bombardeados por las autoridades), pero todo el centro de la ciudad quedó desierto.

La contaminación terminó de posarse en 2133 (así lo dictaminó por lo menos un informe oficial) y algunos servicios mínimos volvieron a ponerse en funcionamiento en 2141. Hoy los turistas siguen visitando París, como se visita Macchu Picchu o Pompeya, como vestigios de una civilización antigua que fue sepultada por sus errores o por la furia de la naturaleza.

Imposibles impensables redux (147): El pingüino fumador

El pingüino fumador es una subespecie del pingüino emperador; como él, vive únicamente en la Antártida, pero la diferencia es que, en vez de realizar las largas marchas reproductivas típicas de los pingüinos emperadores, los pingüinos fumadores se quedan tumbados junto a un acantilado con un cigarrillo en el pico y mirando hacia el atardecer.

Los biólogos marinos han buscado largamente una explicación a este extraño comportamiento (en particular, ¿cómo obtiene los cigarrillos?) y finalmente han decidido usar el camino más rápido: preguntarle al pingüino. «Señor pingüino, señor pingüino, ¿por qué no hace usted el viaje instintivo de apareamiento?» «Qué más da», les contesta el pingüino con la voz ronca de tanto fumar, «total, me voy a extinguir igual…»

Y es cierto que el pingüino fumador sí se está extinguiendo, pero no por culpa del cambio climático ni del vicio del tabaco, sino por un extraño parásito que les nace en el culo, y que se los come por dentro a partir de ahí. Los veterinarios que han estudiado este fenómeno no se explican a qué coño viene eso.