La verdad oscura

«Cuando Estela murió, mi hija Laura se convirtió en todo mi universo. Vivía por y para ella, en un sentido muy literal de las palabras. Era para ella todo lo que un padre puede ser; y ella era para mí mucho más que una hija: era la verdad revelada al mundo por caminos misteriosos.

[…]

En el verano de 1960 conseguimos un visado para viajar a Zurich, un capricho con el que esperaba calmar a la niña, que entraba en la vorágine de la adolescencia. Pasamos los días paseando alrededor del lago o cruzándolo en barco; compramos relojes y chocolate como si necesitásemos cualquiera de las dos cosas; hicimos excursiones en tren a lugares a los que el hombre no estaba destinado a llegar. Por las noches la dejaba durmiendo, agotada de novedades, y bajaba al bar a cambiar impresiones sobre política internacional con hombres de acentos extraños y bigotes improbables.

Una noche me entretuve hablando con un alemán grande, de manos hinchadas y ojos pequeños. Me invitó a un segundo whisky y hablamos de Rusia y sus peligros. Le invité a un tercer whisky y le dije lo que pensaba de Eisenhower. Al cuarto whisky, el hombre se inclinó hacia mí como una montaña que se derrumba y dijo:

Usted está aquí con su hija, ¿no es verdad? Una criatura maravillosamente delicada, su hija…

Sus siguientes palabras, y las mías, se pierden en una nube de alcohol o de vergüenza.

[…]

Supe que iba a aceptar su propuesta con una claridad inexorable y ajena. Lo decía la sangre que palpitaba en mi cabeza, la excitación que me repugnaba y me poseía con solo pensarlo. Mi propia hija, abandonada en uno de esos rincones oscuros de la realidad que negamos que existan, pero que sabemos que existen. Las cosas que le harían: no quería saber, porque no necesitaba saber.

Y la libertad, la entera libertad que dan la soledad y el dinero. Desaparecer, empezar de nuevo, recorrer el mundo. Conocer a otras mujeres, también, sin llevar a una muerta entre los brazos ni a una mocosa vestida de verde abrazada a mis rodillas. La libertad egoísta de ser otra vez solo yo mismo hasta el extremo de mis posibilidades.

El acuerdo se cerró allí mismo con unas palmadas en la espalda que casi me hicieron vomitar. Luego subí a darle un beso en la frente a mi querida Laura.»

Fragmentos de «La verdad oscura», en Cuentos incontables, de Joseph Petter

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