La fuerza del hábito

Leí hace poco una historia en El Correo de Bilbao. Era sobre un chico, un chico normal de veinticinco años con un trabajo normal en una empresa de productos químicos. El típico chico del que las vecinas dicen que «siempre saludaba» y los padres piensan que es un santo.

Una noche, cuando este chico volvía a casa después de tomar unas cervezas se lió a pedradas con el escaparate de la ferretería de debajo de su casa. El cristal quedó destrozado y algunos de los productos del escaparate, inservibles. Al principio se pensó que podía ser kale borroka, pero el dueño lo negaba: que si él no se metía con nadie, que si no era de ningún partido, que si nunca se había significado políticamente… Algunos vecinos empezaron a decir que «algo habría hecho» para que le pasara eso. La gente es así. Entre tanto, el chico seguía pasándose por la tienda como si tal cosa para comprar cinta aislante o unos clavos o lo que fuera, e incluso hablaba del asunto, en plan «parece mentira que pasen estas cosas».

El seguro del señor pagó los desperfectos y la tienda volvió a funcionar normalmente dos días más tarde, pero el disgusto no se lo quitaba nadie.

Hasta que pasó un mes desde el primer ataque, y el chico volvió a salir de fiesta con los amigos y cuando volvía a casa, otra vez, pedradas, escaparate roto, alarma sonando, la policía, un cristo. Al dueño le hicieron más preguntas esta vez, qué enemigos tienes, quién puede tener motivos para hacer esto, ¿estás metido en algo raro? Y de tanto preguntárselo, al señor le empezó a parecer que sí, que en algo raro tenía que estar metido porque esto ya no podía ser casualidad.

Menos causalidad le pareció cuando al tercer mes el chico volvió a liarse a pedradas con el escaparate hasta dejarlo hecho añicos. Para cuando llegó el cuarto mes, ya había instalado un sistema de cámaras de circuito cerrado y estaba preparado para lo que pudiera pasar. Y efectivamente, a la policía con la ayuda de los vecinos no le costó mucho identificar al chico en pleno acto de vandalismo.

Los padres del chico estaban incrédulos, decepcionados y asustados. ¿Cómo íbamos a pensar que nuestro hijo, etc.? Los vecinos dijeron eso de «siempre saludaba» y una chica con la que decían que el chico tenía algo dejó de tener nada. Le cayó una buena multa y se libró de la cárcel por no tener antecedentes y porque el tribunal consideró que, efectivamente, aquello no era kale borroka sino simple estupidez.

Al chico le preguntaron por qué lo había hecho, por qué se había cargado aquel escaparate no una ni dos ni tres, sino cuatro veces. Lo único que dijo fue: «Porque cuando se empieza ya es difícil parar».

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